La revolución permanente, por Jorge Daubar
LA REVOLUCION PERMANENTE
Trotsky dedicó centenares de artículos, discursos y páginas de sus libros a teorizar acerca de “la revolución permanente” que debían llevar a cabo los obreros y los campesinos en la aventura de establecer y dirigir el nuevo estado soviético. Para dirimir el debate, los bolcheviques hicieron correr mucha sangre bajo los puentes del Moskova y hoy día, pasados casi cien años de los primeros asesinatos, la facción leninista sigue uncida a la misma discusión con sus parientes trotskystas, como si fuera mejor reflotar a sangre y fuego el comunismo, que adoptar la línea de perfeccionamiento del Estado mediante un proceso democrático continuo. Yo diría que esa es la verdadera praxis revolucionaria y no la compulsión social propuesta por Marx, cuyo costo se contabiliza no sólo en destrucción de propiedades, sino en vidas humanas, que es mucho peor.
La influencia del pensamiento liberal masónico en la rebelión de los colonos norteamericanos contra Gran Bretaña le dio carácter, coherencia y objetivo a lo que hubiera sido un simple movimiento economicista. No le hacía falta algo más. Con el respaldo de la carta de derechos inicial y las sucesivas enmiendas que los definieron y ampliaron, echó a andar esta enorme entidad nacional caracterizada por su inherente capacidad de renovación de las instituciones que componen el tejido social. En Estados Unidos los cambios ocurren por su propio peso, dictados por las circunstancias y no por casualidad o voluntarismo, aunque a veces parezca que se demoran demasiado.
Una sociedad bien organizada. Desde su origen, Estados Unidos inició una evolución sustantiva que ha transitado por periodos diversos, pacíficos unas veces y otras violentos, en la que los acuerdos políticos se han definido por la identificación de intereses compartidos. Para un norteamericano típico, la convivencia en el bienestar constituye el principio básico de la sociedad y el equilibrio entre sus segmentos. Para eso se dan leyes que todos deben cumplir con igual obligación. En este país, la felicidad es un modo de vida y no una abstracción filosófica.
Pero una sociedad con semejante paradigma no puede improvisar sus decisiones políticas ni subordinarse a dirigentes mesiánicos. Tampoco, permitir que el acto de gobernar sea una gestión singular porque, para cumplir con los requerimientos del sistema, el gobierno debe ser corporativo. Aquí, los presidentes mandan pero no tanto que sus decisiones se validen sin la intervención del factor consenso.
La primera señal de que una sociedad ha alcanzado un nivel de desarrollo excepcional es el modo en que se previene contra las incertidumbres del porvenir. De ahí que la superestructura del poder se cubre mediante la selección, entrenamiento y calificación de los individuos que, alguna vez, llegarán a ocupar los cargos ejecutivos del gobierno. Nadie sabe quiénes son los buscadores de talentos ni para qué grupo de poder trabajan, pero están en las escuelas intermedias observando a los alumnos, describiendo sus aptitudes y temperamentos, clasificándolos en términos étnicos e ideológicos, conociendo a sus familiares y amigos. Es una tarea minuciosa que descarta prospectos a medida que avanza la evaluación de los datos recogidos. Y no son los únicos que llevan a cabo actividades de esa índole. Otros hacen lo mismo por cuenta de los organismos de inteligencia y contrainteligencia, el Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada, las grandes empresas, los institutos religiosos, los deportes profesionales y hasta las disqueras se valen de ellos para descubrir a las nuevas estrellas del hard rock y la salsa tropical. Es un mercado que cotiza y vende talentos a quien pueda pagar por ellos.
De los dos grandes partidos políticos norteamericanos, el Demócrata es el que ha practicado con más convencimiento la conformación de su liderazgo oficioso mediante el reclutamiento, educación e impulso político de figuras carismáticas, hábiles en el debate y la oratoria, y dóciles ante el plan mayor acordado en conciliábulo por los representantes de los grandes consorcios económicos. Dos ejemplos de esto son el presidente Bill Clinton y el aspirante a la presidencia, Barak Husseín Obama. De la época en que el clan Kennedy amenazaba con una dinastía “camelot” para cien años sólo quedan recuerdos románticos y lecciones históricas.
A diferencia de sus rivales del Partido Republicano, que suelen pertenecer a una aristocracia política casi monárquica, estos dos hombres provienen de las barriadas, vivieron infancias complejas y a lo largo de sus carreras han demostrado un afán de progreso incomparable. Titulados con notas extraordinarias en las mejores universidades de Estados Unidos, gracias a becas otorgadas por fundaciones y fondos privados, el tránsito de ambos por las aulas se puede seguir en la secuencia de honores recibidos.
Pero, la selección de Obama va más allá que la de Clinton. Enfrentado a los desafíos del siglo 21, este país necesita ampliar el rango de su influencia en África donde predominan las antiguas metrópolis coloniales, dueñas de sus minerías, cultivos y petróleo. Y ¿qué mejor representante de relaciones públicas para Estados Unidos que un descendiente de africanos? Los noticiarios de televisión son pródigos en imágenes del júbilo que ha provocado la selección de Obama en Kenya, donde vive una de sus abuelas, y en otros países africanos. Como si se vieran reivindicados en él luego de tantos siglos de esclavitud y menosprecio al otro lado del mar.
Por añadidura, el nombre Barak es legítimamente judío y se remonta a los orígenes de ese pueblo. Husseín es un obvio aporte árabe y el apellido Obama tiene sus raíces ancestrales en la porción centrooriental de África. Pasó por Hawaii, pasó por Indonesia y fue a parar a un barrio multiétnico de Chicago donde aprendió todo de todos los que lo rodeaban. Habla español, conoce el Islam pero su religión es cristiana aunque no fundamentalista, tiene hermanos y abuela blancos de piel y ADN y a estas alturas no le han encontrado máculas matrimoniales que le enfanguen el componente moral que deben mostrar los presidentes norteamericanos. Obama es perfecto para el momento y en su fotografía el norteamericano promedio se puede ver retratado.
Los héroes de guerra están cansados
De ambas convenciones se deriva una experiencia de mercadeo: Obama proclamó el cambio y lo ejemplificó con su estampa de hombre medio negro que quiere traer de vuelta a casa a los soldados. McCain, habló también de cambio pero sus palabras fueron una glorificación de la guerra, incluidas las muy honrosas cicatrices que trazan su piel. Las corporaciones que respaldan a Obama se mueven en sintonía con las expectativas de la juventud. Las que apuestan por McCain, no. Y este país necesita mirar hacia adelante, eludiendo las trampas de la vanidad. Sólo así se puede continuar con la revolución permanente.
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